El aniversario de las movilizaciones coincide con la campaña electoral que decidirá el futuro del país

Colombia entró hace justo un año en un periodo de catarsis del que todavía no ha despertado del todo. El malestar social que movilizó a millones de ciudadanos por todo el país y que incrementó con la respuesta de las fuerzas policiales, que dejó decenas de muertos, continúa latente y es un aspecto fundamental en la campaña electoral para la presidencia que enfrenta al candidato de la izquierda y favorito, Gustavo Petro, con el conservador Federico ‘Fico’ Gutiérrez y el centrista Sergio Fajardo. Cada uno trata de canalizar a su modo el descontento que generó aquel estallido inesperado de una nación necesitada de reformas profundas que atajen la desigualdad y la falta de oportunidades.

Según organizaciones sociales, las protestas dejaron más de 80 muertes. Una investigación de la ONU sobre el Paro Nacional registró al menos 63 en el contexto de esas movilizaciones, de las cuales pudo verificar 46 (44 civiles y dos policías) y responsabilizó a agentes de la policía de 28 de ellas. Un año después, mientras en las principales ciudades del país hay manifestaciones convocadas por el aniversario, la mayoría de las familias siguen buscando justicia.

Todo empezó con una manifestación contra la reforma tributaria que proponía entonces el presidente Iván Duque. El gasto público se había desbordado con la pandemia y necesitaba gravar artículos de primera necesidad que hasta entonces habían estado exentos. Los expertos defendían el ajuste como una medida necesaria para cuadrar las cuentas del Estado y poder mantener programas sociales para los más pobres. La calle no lo entendió así. Después de un encierro estricto por el virus, los problemas de desempleo y hambre, la ciudadanía no se tomó nada bien la subida de impuestos y paralizó el país.

La intensidad de las protestas fue gradual. Durante los tres primeros días, la gente se echó a la calle, pero no había la sensación de que aquello pudiera desbordarse. Duque se mantenía firme para sacar adelante en el Congreso una reforma que consideraba vital para el futuro. Sus aliados políticos le dijeron que no era una mala idea, pero que no era el momento. Podía enfrentarse a la furia de un pueblo descontento. Durante el día, las marchas eran pacíficas y en la noche se empezaron a registrar enfrentamientos con la policía. El vandalismo también entró en escena quemando sedes bancarias, autobuses y edificios institucionales. La respuesta de los agentes fue brutal.

Al cuarto día, Colombia se despertó con las imágenes de la represión policial. En ellas se veían claramente cómo algunos manifestantes eran asesinados. Aquello prendió una mecha que no se apagaría en meses, y cuyas consecuencias prevalecen todavía hoy en día. Las protestas se multiplicaron en lugares por todo el territorio. Bogotá, la capital, no fue necesariamente el epicentro. Regiones completas quedaron aisladas por tierra y aire. En otras se vivía con relativa normalidad. La orografía colombiana hace que en el país convivan realidades muy distintas. Bogotá, por poner un ejemplo, vivió durante décadas al margen de la guerra que se libraba en el campo entre el ejército, la guerrilla y los paramilitares, como si eso ocurriera en otro planeta. El fenómeno puede extrapolarse a lo que ocurrió durante las protestas.

Cali fue la ciudad donde el estallido social tuvo más fulgor. Adolescentes de los barrios pobres levantaron barricadas para impedir la entrada de la policía y el ejército. Se defendían con señales de tráfico a modo de escudo y fabricaron cócteles molotov con manuales que encontraban en Youtube. Se hacían llamar los de Primera Línea, los primeros que entraban en combate. No le hacían ascos a morir de una manera heroica, al fin y al cabo la vida no les ofrecía nada mejor. Cali es la ciudad de la salsa y la rumba, pero también del narcotráfico, la desigualdad y la vida sin futuro para los jóvenes sin fortuna. Están condenados a replicar la vida miserable de sus padres. Apenas unos pocos logran escapar a ese destino. Cali vivió semanas en medio del caos. Las autoridades no eran capaces de controlar la situación. Los vídeos en los que los agentes disparaban a chicos desarmados no calmó los ánimos.

Duque retiró la reforma y dejó caer a su ministro de Economía. Nada de eso atemperó la situación. Sencillamente, con el pasar de las semanas, la gente volvió a su rutina diaria. El estado de sitio no podía ser permanente. Un año después, la popularidad de Duque es muy baja. Llegó al Gobierno como un tecnócrata joven —el presidente de menor edad de la historia— que supo atraer a los descontentos por el acuerdo de paz. Se marchará en agosto después de un mandato muy controvertido.

Los que están por llegar tienen la tarea de reconducir la situación y poner a Colombia en la senda de la Constitución que firmó en 1991, un documento progresista y lleno de buenas intenciones que todavía no se han puesto en práctica. Petro, en principio, parte como el favorito. Su discurso parece haber conectado mejor con los indignados, los que están hartos de que todo siga siempre igual. Fico representa una derecha moderada, similar a la de Duque, pero quizá ese es su punto débil, llevar la bandera del continuismo. Fajardo, el más centrado de todos, no ha terminado de coger fuerza en las encuestas, pese a que dedica buena parte de su campaña a responder a los problemas que generaron el estallido. Sea el que sea, pilotará un país distinto al de hace un año, al de antes de las protestas. Aquella explosión de rabia cambió la conciencia de Colombia para siempre.

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